He desarrollado cierta fijación por la lluvia, indudablemente tiene que ver con que el lugar en el que nací. Las precipitaciones pluviales en aquella región siguen siendo abundantes.
Hace unos días rescaté de mi librero unos cuentos de Herman Melville. Resolví leer alguno, motivada por extrañas fuerzas en el aleatorio de mi iPod, que se ha empeñado en programar a Moby (nieto del escritor antes mencionado) tiro por viaje y en especial Raining Again.
Dicha arbitrariedad, ha pisoteado mis intentos por ser una punk circulando por la calles de la ciudad. Fue inútil atascar el dispositivo musical con rolas de Sex Pistols, The Clash, Green Day y dos discos de los desaparecidos Libertines. Además aun no he encontrado un delineador negro hipoalergénico que me permita lucir una mirada como la de Billie Joe.
Vuelvo al tema inicial de esta entrada. Leí El Vendedor de Pararrayos (The lighting-rod man) cuento escrito en primera persona, de lenguaje algo barroco pero que conserva una ligereza de lectura gracias al tono en el que mantiene la ficción. Un lugareño en la comodidad de su cabaña recibe la visita de un estrafalario vendedor de pararrayos. El escenario es idóneo, un tremendo chubasco. Qué mejor momento para atribuir a la naturaleza la figura del mal y conseguir una buena venta.
Recordé todas las tormentas eléctricas que he presenciado en mi vida, lúcidos relámpagos y truenos secos cayendo sobre profusas serranías que suelen renacer después de la tempestad. Vinieron a mi memoria falsos profetas que han llegado a las tierras del sur, aprovechando miedos, carencias e ignorancia. Visionarios indolentes que acaban con cualquier rastro de fe en lo que sea.
Como es un cuento cortito, no les quiero contar más. Aun así, ahí les va un curioso fragmento.
Hace unos días rescaté de mi librero unos cuentos de Herman Melville. Resolví leer alguno, motivada por extrañas fuerzas en el aleatorio de mi iPod, que se ha empeñado en programar a Moby (nieto del escritor antes mencionado) tiro por viaje y en especial Raining Again.
Dicha arbitrariedad, ha pisoteado mis intentos por ser una punk circulando por la calles de la ciudad. Fue inútil atascar el dispositivo musical con rolas de Sex Pistols, The Clash, Green Day y dos discos de los desaparecidos Libertines. Además aun no he encontrado un delineador negro hipoalergénico que me permita lucir una mirada como la de Billie Joe.
Vuelvo al tema inicial de esta entrada. Leí El Vendedor de Pararrayos (The lighting-rod man) cuento escrito en primera persona, de lenguaje algo barroco pero que conserva una ligereza de lectura gracias al tono en el que mantiene la ficción. Un lugareño en la comodidad de su cabaña recibe la visita de un estrafalario vendedor de pararrayos. El escenario es idóneo, un tremendo chubasco. Qué mejor momento para atribuir a la naturaleza la figura del mal y conseguir una buena venta.
Recordé todas las tormentas eléctricas que he presenciado en mi vida, lúcidos relámpagos y truenos secos cayendo sobre profusas serranías que suelen renacer después de la tempestad. Vinieron a mi memoria falsos profetas que han llegado a las tierras del sur, aprovechando miedos, carencias e ignorancia. Visionarios indolentes que acaban con cualquier rastro de fe en lo que sea.
Como es un cuento cortito, no les quiero contar más. Aun así, ahí les va un curioso fragmento.
“Durante las tormentas eléctricas yo evito a los hombres altos. ¿Es usted tan groseramente ignorante como para no saber que la altura de un caminante de seis pies es suficiente para atraer la descarga de una nube eléctrica? ¡Cuántos de esos imponentes labradores de Kentucky fueron derribados sobre el surco inconcluso! Herman Melville.
Melville es un autor más allá de Moby Dick, que merece ser leído en cuanto se pueda.
PD. Es viernes, considerable ascenso en mi estado de ánimo.