Si hay una cosa que me gusta de esta época, además de comer son: Las piñatas.
Aunque no son exclusivas de la navidad, la piñata de 7 picos revela un encanto especial; un llamado a la anarquía que te pide a gritos: Ven y rómpeme.
Mi naturaleza intolerante hace atractivo este pequeño ritual que involucra no solo el momento de la ruptura sino también la competencia. En la casa materna es tradición que después de pedir posada, se rompen 3 piñatas. La primera está llena de dulces, frutas y billetes de juguete; a la segunda se le agregan monedas y a la tercera que representa el mayor reto, le ponen varios billetes reales de 20 y 50 pesos. Lo significativo no es el dinero, sino ser el que le da el golpe final, recolectar lo más que se pueda después de 3 ollas rotas y no formar parte de los heridos en batalla.
Cuando era chica la competencia era con mis primos y hermanos de la edad, cuando crecí y me volví adolescente de todo, me las arreglaba para saquear a los primos más pequeños (lo reconozco, era algo abusivo; aun así mi recompensa de miguelitos alejaba la culpa de mi consciencia)
Superados los 30, el sonido de la madera contra el barro despierta mi chip competitivo. No tengo la intención de acabar con los pecados del mundo al destruir una piñata y mucho menos dejarle la carga de la virtud a un triste palo que sin deberla ni temerla abandonó una escoba y su único objetivo útil para terminar estampado o roto.
Lo que sí reconozco es que no permitiré que llegue el momento en el que alguien lleve hasta mi silla un famoso y aburrido aguinaldo (bolsitas o canastas con el contenido de la piñata para aquellos que no pueden o no quieren romper una)
No importa que me enfrenten a la categoría superior a los 55 kg, ni la venda en los ojos, ni las vueltas por la edad; lo único importante es romper la piñata.