Llegamos al taller cuando el sol se veía amarillo, tal como si un tarro de miel hubiera caído sobre él.
El olor a leña me recordó mi niñez, pasamos al taller y con timidez Don Esteban limpió en su pantalón el exceso de polvo de sus manos y nos saludó con reserva.
Le expliqué lo importante que era para mi saber cómo hacía su trabajo, cedió unos minutos después. Tomó el barro, le dio forma y ahí estaba una teja reluciente que le da a Huasca el melancólico rojo de sus techos.
Hoy aprendí que el barro fresco es un juguete, el moldeado un baile, el horneado y vidriado es el trabajo que lleva sustento a la mesa.
Don Sebastián: Pero no se olvide de que lo que le da alma a la teja es bailarle, nada de máquinas, solo un zapateado seguidito y con ritmo para darle forma.
A: No me olvido, se lo prometo.
En el camino de regreso, una pesada niebla había cubierto la montaña, venía pensando en lo hermoso y triste que me pareció el baile de la teja.
¿era justo lo que le pagaban en relación al trabajo que representa hacerlas?
Las curvas terminaron por arrullarme. Y cuando me desperté la teja aun estaba ahí...