viernes, 8 de agosto de 2008

Diario de carretera Vol.2


¿Qué culpa tiene la flor de haber nacido en el campo?
La culpa la tengo yo por haberte amado tanto,
Pero las olas del mar, consolando están mi llanto,
Soy presa de este aposento solo por quererte amar,
Oigo las olas del mar que no cesan ni un momento

Fragmento Son Jarocho (interpretado por Son de Madera)

Llevo unos días recorriendo paisajes cafetaleros, llenos de contrastes, niebla y verde. El sur de México tiene mucho que ver conmigo. Recorrer esos caminos de terracería, me recuerdan lo afortunada que soy por haber crecido cerca de aquellos lugares.

Veracruz, es parte de mi educación sentimental, gastronómica y musical. De niña, visitar a los tíos, la comida del mar y bajar al puerto eran de las mejores cosas que podían suceder en unas vacaciones.

Tiempo después (ya había cumplido los veintitantos) regresé y noté que los sones y las décimas me provocaban nostalgia y agridulce felicidad. Lo descubrí durante un fin de semana en el que Luis y yo agarramos carretera. En algún lado, leímos de las fiestas mensuales que se hacían en el Puerto de Veracruz, en un lugar llamado El caSon.

Cuando llegamos al caSon, vecinos y familiares de los músicos nos recibieron como si fueramos parte del barrio. La entrada era gratis y más bien parecía una fiesta de viejos conocidos. Esa noche, todos los que estuvimos ahí, fuimos familia.

Dentro de la casa había toda clase de antojitos veracruzanos (harta picadita, así que hambre no pasamos) De repente apareció un tablado al centro del lugar y una pareja muy animada empezó a zapatear sin música (fue conmovedor); tras ellos apareció Mono Blanco, comenzaron a escucharse las jaranas, el requinto y las singulares quijadas de burro. Aquel fue mi primer fandango.

En un mundo tan sórdido, quiero pensar (o necesito hacerlo) que aun podemos ser capaces de transformar las desgracias cotidianas en esperanza, las carencias en zapateado y compartir sin importar idelogía, religión o condición social.


Oigo las olas del mar que no cesan ni un momento…

lunes, 4 de agosto de 2008

Si falta comida, torcida va la vida

Cuando alguien tiene un antojo, generalmente este resulta díficil o casí imposible de conseguir. Para mi fortuna, este fin de semana me visitó mi hermanita (mejor conocida como la Meka apishcahuada) quién con caja de cartón en mano (dicen que la mayoría de los chiapanecos viajan con su clásica caja de huevo llena de comida a todos lados) hizo realidad los caprichos gastronómicos que más extraño de mi tierra natal:

Taquitos del panteón o taquitos ricos. Estos extraños mini taquitos de carne de res al pastor con doble tortilla son imperdonables en una visita a Tuxtla. Desaparecieron el mismo día que llegaron.

Tamales de Santa Celia. Los tamales de mi Abuelita son la neta del planeta. Pollo con mole, aceitunas, almendras (además de los ingredientes secretos que mi abuela aun no ha revelado) todo envuelto en hoja de plátano.

Suspiros y pozol de Chiapa de Corzo. El supiro es un dulce de yuca en forma de bolita que a simple vista no se ve muy sabrosa, pero cuando la pruebas es inútil luchar contra la gula. El pozol de cacao es una de las bebidas más populares del estado y si te la preparas con mucho hielo en la licuadora es una delicia.

Queso de Ocosingo y de Pijijiapan. Queso de cera y queso crema, para acompañar unos frijolitos, unas enmoladasy hasta solitos.

Pan de las “Tufiadas”.Este pan tiene toda la vida haciendose en la tercera sur poniente de la capital tuxtleca, posee un sabor muy especial, el tamaño es el ideal, no sé como explicarlo; no es grande ni chico es justo para una tacita de café con canela ¡Que rico!


Lo cierto es que esto de ser atleta me ha despertado el apetito (aunque los que me conocen argumentan que siempre he sido una tragona y que ahora nada más tengo un nuevo pretexto) y probar los sabores del terruño, ha sido una recarga de energía. Tanto que creo que es la primera entrada de lunes con apuntes optimistas.

Odio la realidad, pero es el único sitio donde se puede comer un buen filete. Woody Allen